jueves, 10 de septiembre de 2015

La importancia de hablar mierda

Por: NICOLAS BUENAVENTURA

A MENUDO ME OCURRE. EN LOS PASOS previos a una asamblea comunitaria que estoy allí, con la vecina, la animadora, la líder, la vieja que mueve la gente, y conversamos como ver correr el agua. Simplemente conversamos. Hablamos por hablar.

Y, de pronto, sin más ni más, sucede que nuestra conversa, como cuando uno va río abajo, jugando, llevado por la
corriente y se agarra por las ramas de un árbol de la ribera para saltar a tierra, la conversa salta u lo que nos corresponde, a lo que toca, al terreno firme. Y he allí que llegamos a lo que íbamos, a los asuntos de la asamblea
comunal. Porque hay algo nuevo, lo que yo no sabía. Algo urgente. Discutimos. Yo me voy con cuidado. Le conozco a ella el cobre. Y el tema da para largo.

Sin embargo, sin saber cómo, por cualquier razón, hemos cortado. Nos descarriamos, nos desubicamos otra vez.
Alguien interrumpió. Surgió un nombre. Y nuestra conversa se vuelve agua de nuevo. Hablar por hablar.

—Oiga, vecina, ¿se acuerda de Ernesto? ¿Qué se hizo Ernesto? ¡No lo he vuelto a ver!

Entonces él, Ernesto, adquiere dimensiones colosales. Es nuestro lugar común, el nexo, lo que nos une. Porque los
dos, mi vecina y yo, necesitamos amarnos, es decir, comunicarnos, y es imposible lograrlo así, de una vez, directamente. Bueno, ello sería posible si nos acariciáramos entre ambos o bien si nos diéramos golpes. Pero la vecina y yo somos apenas compadres. No somos amantes ni somos rivales. Simplemente conversamos. Ni siquiera nos damos la mano o unas palmadas al hombro, mucho menos un abrazo. Por eso necesitamos tanto a Ernesto.

Ambos hemos tenido, de años atrás, voces y lances con Ernesto. Entonces se crea el triángulo mágico. A través de Ernesto nos encontramos ella y yo. Las dos relaciones, las dos historias, la de ella y la mía, con Ernesto, se entrelazan, se confunden. Río abajo con Ernesto como en chalupa, embarcados, hablar, garlar, ranear, platicar. Hay tanta tela de dónde corlar. Y, de improviso, quién sabe, no entiendo cómo, volvemos al asunto crucial, listamos estamos en los preparativos de la asamblea comunal. (Yo le conozco a la vieja, a mi vecina. Sé bien para dónde va).
En este momento cuento cada palabra. Tengo cuidado. Ahora ya no estamos charlando. Estamos en el asunto, en el negocio. Estamos en lo que estamos.

Cuando yo era muchacho, la abuela encabezaba en la casa la oración del Santo Rosario y toda la familia coreaba y también los peones y la servidumbre. Pero, de pronto, se cortaba la letanía de un tajo.

— ¡La chucha! —Gritaba la abuela—. ¡La chucha! ¡La sentí! ¡Se va a comer las gallinas!

Y todos saltábamos de la ronda, del ritual, iniciando la cacería.

—Santa María, madre de Dios, ruega por nosotros los pecadores—, volvía a encabezar la abuela, una vez termi- nada la faena, como si nada, como ver correr el agua.

Mi vecina y yo somos compadres. Ella lava ropa y con-versa. Se las sabe todas. De casa en casa. Sin ella no se
hace nada aquí en la comunidad. Yo la ayudo, claro está. Pero yo soy tengo trabajo formal. Voy y vengo.

La gente se va arremolinando para la asamblea. Llegan desgranados, por grupos, o bien solos, uno por uno. En- tran orillados, como con miedo. Por todas partes hay paliques, corrillos, ruedos. Es la asamblea comunal. Se está cocinando el rito, la ceremonia.

Yo no suelto a mi vecina. Estoy en lo que estoy. A esta asamblea va a venir la pesada. Estamos a la expectativa.
Aquí se puede perder todo lo que se ha ganado. Hablamos. Hay que medir cada palabra, ahora no es charla.
Ahora la palabra no se casa con la palabra. Ahora la palabra se casa con el asumo, con la idea. Ahora no hay
tiempo que perder, la cuestión va en serio.

Sin embargo, mi vecina está hoy muy almidonada, muy de blanco, está echando lujos. Y no reparo en decírselo
por embromarla.

—¿Es que viene el doctor, verdad?—. Y vuelvo a la carga con el traje y el doctor. Y ya estamos embarcados en el
«doctor» río abajo. La última vez que vino... ¿y el otro?
—¡Bueno, ese no volvió!

—El otro, el chiquito, ¿qué se hizo?

Hablamos. Nos echamos un rato por ese atajo, sin querer. Porque el tiempo corre y no nos hemos puesto de acuerdo.
Ya se sienten pasos de animal grande. No obstante, recuperamos el tema, el terreno firme. No vamos a ceder, las
cosas son como son. Hay que poner todo en su punto.

Pero mi vecina no da prenda y yo me azaro.

—Vecina, ¿usted que dice? En la comunidad no puede haber secretos. El tipo ni siquiera permite sacar fotocopias de esos papeles. Vecina, ¿ese asunto se va a tratar o no se va a tratar?

Ahora ya es tarde. Ya está entrando la comitiva y el rumor
se asienta. Ya nadie alborota más. Los corrillos se disuelven, encuentran su acomodo. Algunos se quedan de pie.
quizás para facilitar la escapada.

Y es en ese momento, ¡Dios mío!, cuando tiene lugar el milagro. Ese milagro increíble de la transfiguración de mi vecina, de esta buena mujer que se mete en cualquier escondrijo del barrio, que es uña y
mugre con cada uno, con todo mundo.

Es increíble pero es cierto. Sucede que se lee el orden del día y en primer lugar está ella, el saludo y el informe de
Ella. Así que mi amiga, mi interlocutora, mi vecina, pasa a la tribuna y empieza a hablar frente a la asamblea.

Habla mi vecina. Pero no es ella. Desde que ocupa la tribuna se transforma. Como cuando uno engatilla el arma
o le corre el seguro. Es la metamorfosis. El milagro.

Yo la miro. Es ella, sin duda. Es la de siempre, es su aire, su rostro. Pero aquello que la distingue, lo que le da su
alma, el habla, su discurso popular, se ha perdido. Ahora es otro cuento.
No habla mi vecina. Es distinto. Sólo ora. Sólo sermonea
.
Porque su discurso va en serio. Es lineal. Y yo la desconozco completamente.
No ha ocurrido ningún cataclismo, nada. Sólo que mi vecina ha cambiado de lugar. Ha dejado el rincón donde
departía conmigo y está un poco más allá, unos metros más allá. Está frente a la asamblea.
Entonces ocurre como si su rico discurso popular se hubiera puesto de perfil. Se torna filudo, lineal. No que sea
engolado o artificioso. Sigue siendo sencillo, pero ahora es terriblemente uniforme, parejo, es unidimensional.
No tiene contrapunto. No tiene la otra dimensión. No tiene aire por dentro.

No es una arenga conceptual, es descriptiva y a menudo anecdótica. Pero allí no hay pierde, no hay la palabra por la palabra misma. Como siempre, mi vecina es ella. Es tenaz, es reiterativa. Vuelve sobre el asunto una y otra vez. Pero no es su discurso. Es el discurso prestado, de oficio, oficioso.
Como siempre, mi vecina es ella. Es tenaz, es reiterativa.

Vuelve sobre el asunto una y otra vez. Pero no es su discurso. Es el discurso prestado, de oficio, oficioso.
¿Por qué? ¿Por qué ella tiene que abandonar su habla, su rica comunicación, su ser? ¿Por qué tiene que prestar a
otro el discurso por el sólo hecho de cambiar de lugar unos pasos y colocarse delante de su gente?
¿Por qué ella no puede eludirlo, no puede escapar del discurso oficioso u oficial si está allí, entre su misma
gente, como la que más? Si ellos son ella.

Pero es verdad. Existen los dos discursos. El discurso popular y el otro, el ritual. El del maestro en su cátedra,
del tribuno en el agora, del cura en el pulpito. Esto lo conocemos bien. Y los sufrimos siempre. Incluso lo padecemos a nivel de puro vocabulario.
Todo discurso oficial, del aula o de la plaza o de la iglesia es opacado; es pobre de léxico, así sea sofisticado o erudito. Porque siempre debe despojarse, por principio, de las palabras más ricas o refrescantes o recursivas, las palabras vulgares.

Por ejemplo, el discurso oficial o formal no disfruta nunca o casi nunca de la palabra mierda.
Sería útil, en su ayuda, un seguimiento, por ejemplo, del empleo asombroso de esta palabra en la obra de García
Márquez. Veamos:

-          Y mientras tanto qué comemos? El Coronel necesitó 65 años de su vida, minuto a minuto, para llegar a ese instante, se sintió puro, explícito, invencible en el momento de responder: mierda.
Algunas veces envié a un periódico sindical un texto en el cual comentaba que a Vargas Vila lo leían lo mismo los doctores que los obreros o las putas. Entonces la directiva del gremio sometió a votación la palabra maldita. Y ganaron las putas!
 Recordemos, a propósito, el clásico:

-          Ay hideputa, puta y qué rejo debe tener la muy bellaca, dice Sancho Panza al escudero del Caballero de los Espejos. Ni ella es puta ni su madre lo es!, replica el otro.
Recuerdo que de niño mi madre recomendaba: Mis hijos, por Dios, no digan palabras! Las llamaba así, palabras, a secas. Como si fueran las únicas, las palabras por excelencia. Pero esta libertad o esta riqueza en el léxico del discurso popular, frente al oficial, no es sino la primera señal de la supremacía del primero.

Lenguaje desnudo Lo importante, lo decisivo, es lo que vengo anotando: cuando mi vecina recupera su humanidad, al dejar la oratoria y debe empezar acá, en el rincón, conmigo, la conversa, entonces ella habla en serio, quizás más en serio que en la tribuna, en cuanto está más cerca, en cuanto dialoga. Pero, de pronto, se cuela ella misma por algún portillo de la trama del compromiso, de su explicación y sólo habla por hablar.

Hablar por hablar es un juego. Es el más común, el más noble y generoso de los juegos humanos y por eso el más socorrido con el don de la risa. Allí el lenguaje es desnudo, no tiene objeto, es pura comunicación. O mejor, su objeto es sólo signo o señal de comunicación. Pero hablar en serio, reconstruir el mundo con palabras, apuntalar la palabra con la idea y el objeto, hablar por algo, digamos por hacer la comunidad, es otra cosa y yo pienso que igualmente importante.

La vida social está hecha como una trama ciertamente, ya desde la familia. Es la trama del progreso, donde se asienta el futuro. Pero, por favor, que corra el aire entre los hilos de la trama. Que la trama social no nos ahogue. Ciertamente, el hombre es el único animal trascendente, el único que tiene que zafarse del presente y preguntarse para qué. El único que no puede vivir sólo para el momento, para la hora. Pero no por ello puede perder la hora o el momento. No por ello puede dejar el goce del presente.

Y el discurso popular reproduce o recrea esta doble dimensión de la cotidianidad humana. No es unívoco. No es simplemente vertical, como el discurso oficial. Es biunívoco. Es vertical, es constructivo y es a la vez horizontal, a lo ancho, es pura comunicación humana. He allí la importancia de platicar, de garlar, de la conversa, del palique, de hablar por hablar.

La importancia de hablar mierda.